— Érase una vez una niña que se llamaba Caperucita Amarilla.
— ¡No, Roja!
— ¡Ah!, sí, Caperucita Roja. Su mamá la llamó y le dijo: “Escucha, Caperucita Verde…”
— ¡Que no, Roja!
— ¡Ah!, sí, Roja. “Ve a casa de tía Diomira a llevarle esta piel de papa”.
— No: “Ve a casa de la abuelita a llevarle este pastel”.
— Bien. La niña se fue al bosque y se encontró una jirafa.
— ¡Qué lío! Se encontró al lobo, no una jirafa.
— Y el lobo le preguntó: “¿Cuántas son seis por ocho?”
— ¡Qué va! El lobo le preguntó: “¿Adónde vas?”
— Tienes razón. Y Caperucita Negra respondió…
— ¡Era Caperucita Roja, Roja, Roja!
— Sí. Y respondió: “Voy al mercado a comprar salsa de tomate”.
— ¡Qué va!: “Voy a casa de la abuelita, que está enferma, pero no recuerdo el camino”.
— Exacto. Y el caballo dijo…
— ¿Qué caballo? Era un lobo.
— Seguro. Y dijo: “Toma el tranvía número setenta y cinco, baja en la plaza de la Catedral, tuerce a la derecha, y encontrarás tres peldaños y una moneda en el suelo; deja los tres peldaños, recoge la moneda y cómprate un chicle”.
— Tú no sabes contar cuentos en absoluto, abuelo. Los enredas todos. Pero no importa, ¿me compras un chicle?
— Bueno, toma la moneda.
Y el abuelo siguió leyendo el periódico.