Había una vez una pequeña ciudad de Alemania llamada Hamelín, rodeada de gruesas murallas y protegida por altas torres. Sus habitantes eran tan avaros que no se permitían ni el más mínimo gasto innecesario. Estaban convencidos de que el dinero les protegería de cualquier desgracia. Así que expulsaron a todos los gatos de la ciudad para no tener que darles de comer.
Al cabo de un tiempo aparecieron en la ciudad enormes ratones que invadieron despensas y graneros. En poco tiempo ya eran tantos que la vida en la ciudad resultaba insoportable. Los había a cientos, o peor aún, a miles. Merodeaban por los jardines, las casas, las calles, las plazas…
Entonces quisieron hacer regresar a los gatos, pero en cuanto estos vieron a los roedores, huyeron despavoridos.
Desesperados y sin saber cómo resolver la situación, los habitantes de Hamelín fueron a protestar ante el alcalde. Pero el alcalde, que tampoco sabía qué hacer, se limitaba a seguir prometiendo que encontraría una solución lo antes posible.
Hasta que un buen día, un joven alto y apuesto que vestía de color verde solicitó hablar con el alcalde:
— Yo sé cómo liberar la ciudad de los ratones, señor alcalde — fue lo único que dijo.
— ¿Y cómo piensas hacerlo? — le preguntó el alcalde —. En esta ciudad hay más ratones que granos de arena en una playa.
— Si usted se compromete a pagarme mil monedas de oro, yo les libraré de los ratones — insistió el joven.
— De acuerdo — dijo el alcalde —. Pero primero deshazte de los ratones.
Y sellaron el pacto con un apretón de manos.
El joven salió del ayuntamiento y se dirigió a la plaza mayor de la ciudad. Cogió su flauta de madera y se puso a tocar un par de notas. Los ratones salieron al instante de sus agujeros para seguirle. El flautista continuó tocando por las calles de la ciudad, rodeado de cientos de ratones que le seguían como hechizados. Salían de todas partes: de las despensas, de los graneros, de los tejados.
Alborozados y llenos de asombro, los habitantes de Hamelín gritaban:
— ¡Se van!¡Los ratones se van!¡Milagro!
Una vez reunidos todos los ratones, el flautista e aprendió lentamente el camino hacia las afueras de la ciudad, seguido en todo momento por los pequeños animales. En poco tiempo no quedaba ni un roedor. Entonces los habitantes de la ciudad subieron a lo alto de las murallas y vieron cómo el flautista se encaminaba al río. El joven en entró en el río y siguió andando hasta que el agua le llegaba al cuello. Los ratones, fascinados, le seguían sus pasos.
El flautista se detuvo en medio de la corriente. Los ratones, exhaustos y adormecidos por la música, a la que no podían resistirse, acabaron todos ahogados. La ciudad prorrumpió en gritos de júbilo y las campañas tocaron para celebrarlo.
Entonces el joven salió del río, se sacudió la ropa, guardó su flauta en el bolsillo y se fue a ver al alcalde.
— Señor alcalde, yo ya le he librado de los ratones. Ahora vengo a buscar la recompensa de mil monedas de oro que usted me prometió.
El alcalde frunció el ceño y repuso:
— ¿Pero qué te has creído?¿Mil monedas de oro por tocar un poco la flauta?
— Si yo no hubiese hecho nada, los ratones habrían acabado destruyéndolo todo, incluso las casas.
— Anda, anda… Aquí tienes cien monedas de oro. ¡Es más de lo que te mereces!
— Usted no ha cumplido su promesa. Y quien no cumple su promesa, acaba arrepintiéndose un día u otro.
Tras estas palabras, el flautista partió.
Justo al cabo de un año, el flautista volvió a la ciudad. Hacía un día precioso y los niños iban camino de la escuela. El joven sacó su flauta y empezó a tocar. Sus dedos ágiles arrancaban los más dulces sonidos de la flauta. Primero le rodearon algunos niños, después un grupo más numeroso, y al cabo de poco ya eran cientos de niños que acudieron al son de la música. Los que todavía eran demasiado pequeños para ir a la escuela salían de sus casas a toda prisa para acercarse al joven.
El flautista empezó a andar acompañado por los niños, que atravesaron con él las puertas de la ciudad. Los padres iban tras ellos gritando:
— ¡No le sigais! ¡Volved a casa, por favor!
Pero los niños no les hacían caso. Llegaron al pie de una montaña. Al son de la flauta, la montaña se abrió. El flautista penetró en la montaña seguido por el grupo de chiquillos.
Cuando los habitantes de Hamelín consiguieron llegar al pie de la montaña, ya no quedaba ni rastro de los niños. Nadie llegó saber nunca lo que había sido de ellos.