Érase una vez dos hermanos: el niño se llamaba Hansel y la niña se llamaba Gretel. Vivían el bosque y todos los días salían a recoger leña con su padre. Un día se despistaron jugando y se perdieron. Buscando el camino de vuelta se encontraron una casa extraordinaria. Al acercarse se dieron cuenta que estaba hecha de ladrillos de chocolate, el tejado era de mazapán y los cristales de la ventana de caramelo.
Los dos pensaron que por un poco que comieran no iba a pasar nada. Pero de pronto, apareció la bruja a quien pertenecía aquella casa, cogió al niño, lo metió en una jaula y lo cerró con llave.
– ¿Pensabais que os ibais a comer mi casa? Pues no, yo te voy a comer a ti, niño. Pero veo que estás muy flaco, ahora no te puedo comer, cuando estés más gordo, te comeré.
A la niña no la encerró pero la tuvo limpiando la casa, sin descansar, barriendo, limpiando… La bruja alimentaba sin parar al niño.
Cada cierto tiempo, como la bruja no veía bien, le cogía del brazo para ver si había engordado. Hansel que se había dado cuenta de lo poco que veía la bruja, sacaba un hueso de pollo entre las rejas, la bruja lo tocaba y se enfadaba. Después de muchos días, la bruja se cansó y decidió comérselo al horno. Ordenó a Gretel que encendiera el fuego y la niña tuvo una idea:
– Es que no sé encender el fuego.
– ¿No sabes? Estás boba. Fíjate: primero se mete la leña, después se enciende el fuego y soplas para avivar las llamas ¿Lo ves?
Mientras la bruja estaba terminando de preparar el horno, la niña le quitó la llave del bolsillo, le dio una patada lanzándola al fuego, sacó a su hermano de la jaula con la llave y los dos se montaron en la escoba mágica.
A partir de ese momento, los niños usaban la escoba mágica para ir de pueblo en pueblo vendiendo leña, así nunca más pasaron hambre. Los niños también aprendieron que se no puede confiar en las personas desconocidas porque a veces las apariencias engañan.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
